sábado, 13 de marzo de 2010

Poesía Metropolitana - La mujer habitada

Ella se volvió y vio al lado de la cortina, una mujer gorda con el delantal amarrado en la cintura; la hermana de Lucrecia, la madre de la niña.
- Decile a ella. Decile de una vez -continuó la mujer- no te podés quedar así en esa cama, sólo llorando y encendida en fiebre hasta que te murás. Si no le decís vos, le digo yo.
Arreció el llanto de Lucrecia.
- Yo le dije que no lo hiciera -dijo la hermana- pero no hubo manera de convencerla.
Por fin, Lucrecia, interrumpiéndose de rato en rato para llorar, le contó con detalles a Lavinia, lo del aborto. No quería tener el niño -dijo-, el hombre había dicho que no contara con él y ella no podía pensar en dejar de trabajar. No tendría quién lo cuidara. Además quería estudiar. No podía mantener un hijo. No quería un hijo para tener que dejarlo solo, mal cuidado, mal comido. Lo había pensado mal. No había sido fácil decidir. Pero por fin, una amiga le recomendó una enfermera que cobraba barato. Se lo hizo. El problema era que la hemorragia no se le contenía. Ya toda ella olía mal, a podrido, dijo, y estaba con esas fiebres... Era un castigo de Dios, decía Lucrecia. Ahora tendría que morirse. No quería que la viera nadie. Si la veía un médico, le preguntaría quién se lo había practicado y la mujer la amenazó si la denunciaba. Los médicos sabían que era prohibido. Se darían cuenta. Hasta presa podía caer si iba a un hospital, dijo.
Lavinia trató de que no la abrumara la visión de las mujeres con las caras tensas, el llanto de Lucrecia arrebujada entre las sábanas, la ignorancia, el temor, el cuartito sin ventilación, el olor a alcanfor, la niña asomando la cara asustada por la cortina.
- Andá jugá, Rosa, te dije que te fueras a jugar -decía la madre, perdiendo la paciencia, empujando a la niña, levantando la mano amenazadora que hizo a la muchachita salir corriendo.
Debía pensar qué se podía hacer, se dijo Lavinia. No quería sentir el malestar en el estómago, las ganas de llorar junto a Lucrecia. Que, por fin, callaba, sollozando apenas.
- Tengo una amiga enfermera -dijo Lavinia-. Voy a ir a buscarla.
Traería a Flor, pensó, Flor podría, al menos, decirle que hacer.
Se levanto. Se sobrepuso al olor del alcanfor, de la fiebre, al pesar, la rabia por la pobreza.

Gioconda Belli
La mujer habitada.

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